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Jorge Spíndola y el sur que vuelve a mirarse

Hay libros que no se escriben como proyecto, sino como necesidad. “Me han pedido que hable de belleza”, de Jorge Spíndola, nace en ese borde: el del tiempo escaso, la obra dispersa, la urgencia de hablar. No es una recopilación al uso. Es un tejido. Un mapa de escritura donde cada poema es cruce de caminos, barrio, memoria, cuerpo. Un libro que vuelve, que regresa sobre los pasos para mirar de nuevo.

“No había posibilidad de escribir algo nuevo, estaba atravesado por el trabajo como todos, por la vida —dice Spíndola a El Patagónico—. Así que con Dante Sepúlveda decidimos hacer una selección. Pero no cualquier selección: una curaduría. Un volver a mirar con otros ojos. Y eso, en el sur, es casi un gesto político”.

Publicado por la editorial La Adivinación, el libro inaugura la colección Wiñokintun, cuyo nombre —en mapudungun— significa precisamente eso: volver a mirar. La propuesta es recuperar obras significativas del sur argentino y chileno que, por diversos motivos, han quedado disgregadas, invisibilizadas o sin relectura crítica. En este caso, la mirada es doble: la del editor, que selecciona, y la del autor, que acepta mirarse desde afuera.

Pero ese afuera es, en realidad, un adentro profundo: el adentro de un territorio que habla. De un cerro donde brota el calafate. De una calle embarrada del Ceferino. De la costa del 99. De una infancia “con barro hasta la pera”, como cita Spíndola a los 113 Vicios, donde el racismo, la exclusión y el silencio se tejían con la belleza de las pequeñas cosas: el gesto, la comunidad, el lenguaje.

La poesía de Spíndola no se imposta. No quiere sonar poética. No quiere sonar. Quiere decir. Decir lo que no ha sido dicho. Lo que no se nombra en los discursos oficiales, ni en los medios, ni en los manuales. “Siempre me costó pensar la poesía como libro. Para mí, la poesía es agenda. Escribo como quien escribe su día, su política, su urgencia”.

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Y esa urgencia aparece en cada verso. No como grito, sino como tensión. No como consigna, sino como carne. “No es panfleto, porque hay trabajo con el lenguaje —aclara—. La poesía no puede ser utilitaria. Tiene que construir lenguaje allí donde no lo había”.

Por eso “Me han pedido que hable de belleza” no tematiza la violencia: la encarna. La atraviesa desde los cuerpos reales. Desde Rafael Nahuel, desde Santiago Maldonado, desde César Antillanca, desde Iván Torres, desde Julián Antillanca. Desde las madres. Desde los barrios. Desde el sur profundo. “Yo no puedo no escribir de eso. Porque no estoy afuera de eso. Porque me toca, porque me duele, porque conozco a los que ya no están”.

El libro también resiste desde la belleza. Pero no desde la belleza idealizada. Spíndola impugna el monocultivo del pino invasor, del jardín inglés, del canon importado. Su belleza es el yuyo que crece sin permiso. La planta silvestre que no encaja. La belleza que nos venden requiere recursos, agua, tiempo, sumisión. Pero hay otra belleza, la que nace sola en la tierra dura. La que no entra en el molde.

Esa idea atraviesa todo el libro: belleza no como forma sino como gesto. Como política de la sensibilidad. Como insubordinación estética. En ese registro se inscriben los vínculos que la poesía de Spíndola traza con otras voces del arte comodorense. En la conversación, nombra con afecto y admiración al artista César Barrientos, cuya obra —dice— “tiene una poética de los márgenes, una memoria de los cerros, una textura que habla desde el barrio, desde el cuerpo”.

También menciona al rapero Javier Ortega, que “hace poesía con otra métrica, pero con la misma herida”. En sus letras está todo: el cerro, el dolor, la pérdida. La historia de su hermano, asesinado en una trama de violencia estructural, es la historia que nadie cuenta y que la poesía puede nombrar.

Spíndola no escribe solo desde el yo. De hecho, busca romperlo. “Me interesa que hablen otros en mis textos. Una abuela, un niño, un desaparecido. Me interesa fracturar el yo lírico, que la voz del poema no sea la del poeta. Que sea la de otros. Otras. Otres”.

Ese gesto también se vincula con su forma de entender el territorio. El paisaje, para él, no es naturaleza. Es ideología. Es construcción política. “El desierto es una invención. Una excusa para ocupar, para vaciar. Desde ‘La cautiva’ hasta el perito Moreno, se ha instalado que aquí no hay nada. Y eso es mentira. Hay historia, hay pueblo, hay palabras. Hay vida”.

En esa línea, la poesía opera como una descolonización del paisaje. Ya no el viajero romántico recorriendo soledades. Ya no el gaucho desangelado. Ya no el cerro como fondo. Aquí el cerro habla. Aquí el viento tiene nombre. Aquí las matas no son maleza: son símbolo.

“Me han pedido que hable de belleza” es también una obra que asume su madurez. A los sesenta años, Spíndola se reconoce en otra etapa: la de la maceración. “Uno ya no escribe desde el asombro ingenuo. El talento alcanza hasta los 25. Después hay que conocer el oficio. Leer. Escuchar. Macerarse en el lenguaje y en la vida”.

Esa maceración no lo amarga. Al contrario: lo vuelve más lúcido, más permeable, más disponible para lo inesperado. “Yo me dejo encontrar por el asombro. Camino por el cerro, escucho los pájaros, el viento. A veces me sorprende una palabra, una imagen. Pero no la busco: dejo que llegue”.

En ese sentido, su poesía no solo es textual: es también una ética. Una forma de vivir. Una militancia que no necesita bandera ni estructura. “Mi militancia es la poética. Es mi forma de respirar. Me levanto y pienso a quién voy a leer hoy, a qué barrio voy a ir a dar un taller. Eso me sostiene. Eso me salva”.

“Me han pedido que hable de belleza” no es un cierre de etapa, ni un balance. Es una continuidad. Una relectura. Una línea que se extiende hacia adelante. Es un libro donde la belleza no se contempla: se defiende. Donde el lenguaje no se exhibe: se tensa. Donde el sur no se explica: se encarna.

Un libro que no busca reconciliar, ni adornar. Que no pretende gustar. Un libro que dice. Que vuelve. Que duele. Y que, en ese decir, también abre la posibilidad —aunque sea mínima, aunque sea silenciosa— de respirar mejor.

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