“El Cruce no es una carrera, es una experiencia de vida”, dice el locutor cuando cruzo la meta. Doy fe de ello. Acabo de terminar una experiencia que fue transformadora después de años de soñarla, planificarla y finalmente, concretarla. Hice ‘El Cruce’, una carrera de trail running organizada por el Club de Corredores –idea loca de su creador, un runner pionero, Sebastián Tagle–, que ya lleva 22 ediciones. La última, largó en San Martín de los Andes y nos llevó por los senderos del Lanín. Es la carrera por etapas más grande del mundo: 3000 corredores de 43 nacionalidades corriendo en cuatro grupos a lo largo de tres días, casi 100 kilómetros en esas tres jornadas que incluyen dormir dos noches en campamentos. En sus inicios, se cruzaba a Chile –hace tiempo que ya no–, pero el nombre y el desafío se mantienen, al igual que el entusiasmo y la convocatoria: en 2024, el 75% de los inscriptos hicimos el cruce por primera vez.
Atravesamos ríos, arroyos, senderos de montaña y volcánicos, filos y bosques. Acampamos con temperaturas heladas, y la primera noche se sumó un temporal con vientos que superaban los 75 km/h, que exigieron cambiar recorridos y casi evacuarnos a todos. Así es la montaña. Ella manda. En el camino me emocioné, me reí, lloré, me enojé, descargué broncas y tristezas. Dejé algunas cosas que quería soltar y me traje otras que no me quiero olvidar. Conversé conmigo misma y con otros, corrí mucho, subí durante horas, bajé sintiendo que me fallaban los cuádriceps y las rodillas, y que se me salían las uñas de los pies. Me caí, me levanté, me llené de tierra, polvo, de agua y de lluvia. Entré en calor y en frío, me desarmé. Me volví a armar. Me llené el corazón con una de las imágenes más hermosas que vi en mi vida, el volcán Lanín en todo su esplendor. No pude describirlo y me conformé. Aunque a veces quiera ponerle palabras a todo, estoy convencida de que para esta experiencia no existen. Quizá lo más mágico sea: lo intransferible que regala la montaña.
Hubo infinidad de desafíos y aprendizajes. Algunos de ellos, que me enseñó la montaña, pero que se pueden aplicar a la vida:
Solo es cuestión de empezar
A veces, cuando iniciamos un proyecto nuevo, un desafío o algo significativo para nosotros, aparece el miedo y la sensación de que nunca vamos a alcanzar eso a lo que apuntamos porque falta mucho, o lo vemos demasiado inmenso. Durante mi segundo día de carrera, en uno de los momentos más difíciles física y mentalmente, recordé una frase de Lao Tsé: “Un camino de mil millas empieza con un solo paso”. Pensé que lo importante es dar un paso a la vez, enfocarse en comenzar y mantener el ritmo. Al final, siempre habrá recompensa.
“No te enfoques en el objetivo, enfócate en los sistemas”
La cita es de uno de mis escritores favoritos, James Clear, el autor de Hábitos Atómicos. ¿Cómo no se me iba a aparecer en pleno ascenso al Lanín? Mi objetivo en ese momento era terminar la carrera, pero ¡todavía me faltaba más de la mitad! Quería llegar, completar esa etapa, concretar los casi 100km finales, pero no me servía pensar en eso cuando todo se me hacía cuesta arriba. Me desarmaba pensar todo lo que faltaba. Así que solté eso y me enfoqué en alcanzar mi objetivo de ese momento: ponerle ritmo al ascenso, cambiar la postura, usar bien los bastones, regular la pisada, conectar con el lugar increíble. Recordarme lo que me llevó hasta ese lugar. Se trata de tener presente los objetivos y después soltarlos, para que la meta final no nos pierda ni nos abrume.
Encontrá tu tribu
Nunca hacemos solos. Aunque el camino de la vida termina siempre siendo solitario y personal, y los desafíos propios son íntimos y solo el corazón sabe… siempre hay compañeros de camino. Que enseñan, acompañan, contienen, arman red y soporte cuando creemos que no podemos. A esta carrera viajé con una gran parte de mi grupo de entrenamiento, Correr Ayuda. Con todos tuve la oportunidad de conectar de una forma u otra, en el camino, en el campamento, en alguna comida. La sensación de pertenecer a esa “tribu”, me fortaleció mucho. Y esto es parte de nuestra esencia más ancestral: como seres humanos y mamíferos, somos seres gregarios, nos movemos en comunidad. Eso nos da sentido de pertenencia, nos agrupa, nos protege de algún modo. Todos tenemos alguna tribu, o varias. Es bueno preguntarse: ¿Cuál es mi tribu? ¿Quiénes la componen? ¿Cómo cambia mi percepción de la vida sentirme acompañado?
Allí arriba, varias veces me pregunté quién volvería de este viaje, especialmente en los momentos más duros y cómo tantas incomodidades y desafíos podrían moldear quién soy. No tengo la respuesta precisa, salvo la evidente: la montaña curte, no te es indiferente, no volvés igual. La sensación no es la de haber hecho algo heroico, sino todo lo contrario: el camino te enfrenta a la humildad que exige estar en contacto con la naturaleza en su estado más puro. Así como en la montaña, también en la vida.
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